jueves, 21 de octubre de 2010

...Y todo por culpa de un diente.

Era un día como cualquier otro y me levante con ganas de comerme el mundo.
Hermosa mañana, con aroma a flores primaverales y hasta con canto de pajaritos. Una belleza.
Abrí el portón del taller y me asomé a la calle mirando con curiosidad el enorme árbol de la vereda que hasta hace unos días estaba pelado y ahora mostraba su ropaje color "verde verano" pensando que una vez más se había salvado de que lo saquen por viejo y peligroso lo que significa que este será un verano fresco en mi taller, al amparo de su enorme copa.
 Lo que se dice un día perfecto.
Pero las cosas buenas, por lo general no duran, y tuve que volver a la realidad.
-Tengo que ir al dentista- pensé y ese solo pensamiento ya hizo que el sol brillara un poquito menos.
Hay días que empiezan fantásticamente y de pronto todo se pone patas para arriba sin que haya un motivo especial.
Creo que en este caso, el primer pensamiento negativo "tengo que ir al dentista" me predispuso a una especie de mal humor que fue condicionando todo lo que hice a continuación, cometí pequeños errores que provocaron accidentes, que a su vez me hicieron cometer otros errores, como una cosa encadenada.
No es que le tenga miedo al dentista...bueno, no mucho, por lo general sacar una muela o un diente que estuvo doliendo toda la noche es un alivio y  el gordo es un genio en eso de sacarme muelas y dientes que después de casi sesenta años de mal uso, ya están como el coliseo romano, llenas de agujeros e inservibles.
Cuando aparezco por su consultorio es porque no dormí del dolor, así que no le doy tiempo a que me proponga arreglarlas.
-¡Sacá eso de ahí que me esta matando!
Y el gordo con toda la cancha de sus años de profesión me empieza a hablar de bueyes perdidos, mientras de espaldas a mi prepara no se que cosas durante un rato en el que yo sospecho que esta tratando de tranquilizarme.
Y cuando por fin se da vueltas y viene rumbo al sillón lo hace con una mano atrás, ocultando la larga aguja de la jeringa con la anestesia mientras ordena el clásico:
-Abrí grande la boca, por favor.
ESE es el momento mas difícil, aguantar el primer pinchazo, porque los otros ya no se sienten y después solo es necesario esperar el efecto de la anestesia.
Y cuando la cosa esta a punto, vuelve armado con la temible pinza. Temible para los dientes porque no hubo ninguno que pudo resistir.
Segundos después, mi diente, ese compañero de tantas comilonas, el pobre mártir que soportó estoicamente años de humo de cigarrillos y hectolitros de café, convertido en canalla por un miserable dolorcito de unas horas, pasa a ser uno mas del montón de extracciones del día.
- Mordé- es la ultima orden, mientras me pone en el agujero de la encia una gasa.
Y después aprovecha la volada...
Como en ese momento, mordiendo la gasa y con la boca dormida por la anestesia no puedo hablar, me da un montón de consejos que ya los sé de memoria pero él aprovecha para recitarlos convencido que si no puedo hablar, por lo menos voy a escuchar.

De vuelta en el taller, solo respeto dos de sus consejos: no agacharme y no hacer fuerza.
Con el tiempo aprendí que en eso es mejor hacerle caso.
Así que me puse a trabajar.
Lento y con cuidado al principio, acomodando herramientas y haciendo cositas livianas, hasta que pasé cerca de un fierro que no se porqué estaba un poquito mas afuera que de costumbre.
Cuando uno hace el mismo trabajo, todos los días en el mismo lugar, por costumbre, automáticamente esquiva los obstaculos, sin prestarle atención.
Pero esta vez el obstáculo estaba fuera de lugar por lo que el dedo chico de mi pie fue a dar contra la base de un motor y quedó demostrado que mi dedo es mas blando.
Dolió.
La p...ucha que dolió.
Dolió como suelen doler esos golpes inesperados en el pie. Quedé saltando en una pata y tratando de agarrarme de cualquier cosa porque yo venia caminando y al golpear el dedo mi cuerpo por inercia siguió su camino, pero no había nada al alcance por lo que, manoteando el aire, terminé aterrizando en el medio del taller.
Mil agujas en el dedo, la espalda contra el piso y sin poder gritar por la gasa que estaba mordiendo,mas la boca dormida por la anestesia, mas el ardor en  la mano con que "ataje" el suelo que venia a mi encuentro... 
Me quedé quieto mirando como daba vueltas el ventilador de techo, esperando que el mundo deje de pegarme, mientras pensaba que ya estoy viejo para hacer estos papelones, cuando apareció en mi campo visual el rostro preocupado de una vecina que pasaba y al verme tirado en el suelo empezó a preguntar si estaba vivo.
Me levante casi de un salto, para demostrarle que no había de que preocuparse y que solo estaba descansando un poco pero creo que no me creyó. Mas bien, por la cara que puso, me parece que a partir de hoy va a correr el comentario en el barrio que le doy fuerte al trago.

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