domingo, 7 de octubre de 2012

El Chevroletin




   Mi primer auto fue un Chevrolet modelo 1930.
   Capota de lona que se retraía hasta quedar completamente plegada detrás del asiento trasero, cosa que no hacia jamás, porque volver ese armatoste a su lugar era tarea casi imposible. 
   Las ventanillas eran un marco de hierro que sostenía una lona del mismo tipo que la capota y un cuadrado chiquito en el medio, con plástico transparente, donde con un poco de suerte y buena vista, podía uno ver un árbol o una vaca al costado del camino. Eso siempre y cuando el plástico en cuestión estuviera medianamente limpio, sino solo se podía ver si era de día o de noche.
    El motor era una joya: 6 cilindros en línea, árbol de levas en el block, trinquete en la punta del cigüeñal para “darle manija” si el arranque no andaba -  por falta de batería o carbones gastados -  y un carburador que tragaba nafta con demasiado entusiasmo. Velocidad máxima recomendada: no más de 50 Km/hora. (Como no tenía velocímetro, lo aceleraba hasta que el marcador de la dinamo marcaba 20 Amperes)
   Por supuesto, nada de frenos hidráulicos.
   Había que pararse sobre el pedal para lograr detenerlo, con suerte, unos centímetros antes de chocar  y nunca frenaba parejo, así que al frenar había que agarrarse con ganas del volante, porque si no se disparaba para la derecha, lo hacía para la izquierda. Era también una manera de doblar.
  Tenía un inconveniente que se manifestaba los domingos, cuando salíamos a pasear por el centro del pueblo: Cada vez que doblaba en las esquinas,  las ruedas hacían ruido.
  Y hacían ruido porque eran ruedas con rayos de madera. Muy buena madera, por cierto, ya que cuando yo lo compré, el “Chevroletin” tenía 39 años cumplidos y con bastante mal trato. Solo que la madera ya reseca, estaba un poco floja en los encastres de la llanta y cuando el peso del auto se recargaba sobre dos de ellas al doblar, se oía un “craca craca” que denunciaba claramente la edad del carruaje. La solución era sencilla: un par de baldes de agua en cada rueda, se hinchaba la madera y doblaba silencioso.
   Un domingo decidimos con los muchachos emprender la aventura de un paseo por la gran ciudad.
Tempranito por la mañana Cachito como acompañante, Juanchi atrás y yo al volante, enfilamos el Chevroletin  rumbo a Santa Fe.
   En esos tiempos no había tantas exigencias en cuanto a documentación del vehículo. Nada de tarjeta verde, seguro de responsabilidad civil, revisión técnica, airbags o vidrios polarizados. Solo el carnet de conductor, el papel de la transferencia o en su defecto el boleto de compra-venta y el recibo de patente. Y por supuesto luz de stop.
   Como no estábamos seguros de tener los papeles necesarios en regla, ante la duda decidimos entrar a Santa Fe dando un rodeo por rutas secundarias de manera que “esquivamos” el control que estaba frente a la cancha del Club A. Colón. Tenía mala fama el control, fama de “coimeros”. Y si nos pedían una coima estábamos sonados porque apenas teníamos plata para la nafta.
   Paseamos por el Parque Sur, una vueltita por la costanera y emprendimos el regreso, satisfechos con la aventura, pero se nos presentó un problema:
   Debajo del asiento tenía yo un palo con varias marcas, ya que el Chevroletin no tenía marcador de nafta, así que cuando tenía dudas, metía el palo por la boca del tanque y la punta mojada con nafta me informaba si había que cargar más o no.
   Metí el palo, mire la punta mojada, hice un rápido cálculo mental y decidí:
   -No llegamos, gastamos demasiado en el rodeo, hay que cargar.-
   Cachito me miró con desesperación mientras metía las manos en los bolsillos en busca de recursos, Juanchi tenía billetera pero con los compartimientos vacios, solo algunas monedas y yo tenía una reserva escondida debajo del asiento, en una bolsita de nylon,  para casos así. No era la primera vez que me pasaba esto.
   Hicimos la cuenta de lo juntado y nos arrimamos al surtidor de la primera estación que encontramos. Ahora sí, rumbo a casa pero ni hablar de hacer el rodeo. Habría que pasar por "La boca del tigre", el fatídico control frente a Colón. Por las dudas comencé a frenar media cuadra antes, no fuera cosa que me pasara de largo.
   Cana con el brazo en alto:
   -Buenos días señores, carnet de conductor- pidió con voz enérgica de macho militar.
   -Si oficial, aquí tiene.- le dije, alcanzándole el documento nuevito que había conseguido un par de meses atrás al cumplir mis 18 años, mientras con el culo pellizcaba el tapizado.
   -Accione el freno- me ordena, mientras enfila hacia la cola del auto para ver la luz de stop.
   Apreté en forma ruidosa un par de veces el pedal, mientras con la mano movía una llavecita en el tablero, que reemplazaba al bulbo automático.
   Vuelve, me entrega el carnet, me mira con gesto que mete miedo, mientras oigo atrás a Juanchi que se mueve nervioso.
  -Hay un par de señoritas que necesitan viajar... ¿pueden llevarlas?- Pregunta el cana y de reojo veo los ojitos de Cachito bailando entusiasmados.
   -Por supuesto señor, hay lugar suficiente.-
   No terminé de hablar que ya estaban subiendo por la puerta trasera dos pechugonas morochas con minifalda.
   Ni recuerdo si el policía me daba paso o no. Metí primera y arranque, mientras mis compañeros en un enorme despliegue de simpatía y sonrisas, mescladas con frases interesantes y bromas de dudoso gusto, comenzaban las presentaciones.
   ¡Simpatiquísimas las chicas!
  Yo lamentaba tener las manos ocupadas en el volante, porque mis compañeros ya no las usaban para saludar. Habían comenzado un discreto pero inquisitivo reconocimiento de territorio a conquistar, cosa que no parecía molestar a las chicas...hasta que una de ellas nos dio la tarifa...
   De ellas y del hotel donde atendían...
   Las bajamos en plena ruta. Cachito intentó convencer a una para hacer trueque, pero el reloj que ofreció era muy berreta y no hubo arreglo.
   Llegamos a casa a tiempo para el almuerzo, pero le dimos fuerte al vino, para aliviar las tensiones acumuladas durante la odisea de nuestro primer viaje en Chevroletin.