martes, 20 de julio de 2010

Si, el sol siempre sale...


Pero hay días que sale flojón, como con pocas ganas, o quizás es lo que nos parece cuando andamos de capa caída, arrastrando el ánimo abollado de tanto recibir sopapos de esos que duelen y dejan marca en el espíritu.
A veces me pasa...
Mi muerte es algo que tengo asumido desde hace mucho, alguna vez me va a tocar, pero mientras puedo le hago cuanta gambeta se me ocurre.
Lo malo de esta tercera edad a la que me asomo, es que empiezan a desaparecer personas que siempre estuvieron ahí, en la familia o en el barrio o en el trabajo, buenas personas que alguna vez nos dieron una mano o un consejo o aunque mas no sea una sonrisa amistosa.
Y uno ve pasar el cortejo fúnebre y empieza a pensar ¿y yo para cuando? ¿Seré el próximo? ¿No sería mejor quizás, que me toque a mí en vez de tener que soportar día a día la tristeza de ver como uno a uno se van?
Y ya son demasiados los que me faltan...
Hace algunos años murió una tía mía, en el pueblo donde nací y viví hasta los 20 años.
Si bien cada tanto iba a mi pueblo natal, solo era para alguna visita de un par de horas, nunca me quedaba unos días, solo el tiempo de saludar a mi familia.
Mi tía era una persona muy querida en el pueblo, además, en un pueblito de tres mil habitantes, el que no es pariente es vecino, de forma que durante todo el día del velorio fui encontrando viejos amigos de la infancia, conocidos, algún ex-vecino, compañeros del equipo de natación que la última vez que los había visto tenían cuerpos atléticos y ahora mostraban extravagantes barrigas y el que no estaba pelado tenía la cabeza blanca de canas.
Pero lo que más me impacto fue el momento del entierro, cuando entramos en el cementerio y comencé a ver las fotos en las tumbas.
El verdulero López, un flaco con una enorme nuez de Adán me miraba con la misma sonrisa de cuando me vendía un kilo de papas desde una foto ovalada con bordes negros y en la tumba de al lado la foto del "negro”, su hijo, que me arreglaba la Zanella 125, la primer moto que tuve y cuya lapida tenía una fecha de un par de meses atrás.
El viejo Pergomet, el francés que tenía una tienda donde mi vieja me mandaba a comprar hilo para la máquina de coser.
Pedrito Burcher, el lechero que yo esperaba sentado en la puerta de casa cuando tenia no más de ocho años, con la olla grande que mi vieja nombraba como "el hervidor" para la leche. Pedrito tenía tres o cuatro lecheras que no alcanzaban para un tambo, entonces ordeñaba todos los días y después salía a vender la leche por el pueblo con una volanta a la que ataba un viejo matungo.
Recuerdo que se burlaban de él porque siempre repetía el mismo latiguillo cuando tenía una novedad para contar. ¿Querés creer que....? y a continuación iba la noticia.
Y tanto lo embromaban con eso que un día dijo muy serio: ¿queres creer que no digo mas queres creer?
¿Queres creer Pedrito, que no me creo que hayas muerto?
Quizás decidiste morirte para no ver como la tecnología del Sachet te arruinaba el negocio de toda la vida.
Y a medida que caminaba me olvidaba de mi tía y la tristeza de mi familia, porque a esa tristeza por mi tía tenia que agregar la de ver tantas caras conocidas en las lapidas.
Fue sin dudas la experiencia más triste de mi vida.
Ahí tome conciencia que mi tiempo también se está terminando, y fue cuando decidí vivir cada día con el entusiasmo de los veinte años, con las ganas de poder terminar de hacer todo lo que me propuse y si me sobra un par de minutos inventar algo nuevo para no aburrirme.
Es demasiado linda la vida y vendrán hermosas primaveras que quiero ver.
No pienso darle el gusto a la muerte que me encuentre abatido y entregado.
Si me ve ocupado quizás me deje para más tarde...

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